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Siempre se ha asociado la inteligencia como la capacidad de saber cosas, datos, de almacenar teorías, fechas, nombres de constelaciones, capitales de países, partes del cuerpo humano. Pero en los últimos tiempos, la inteligencia se ha ido des-divinizando para convertirse en una habilidad diaria, en una capacidad de enfrentarnos con el mundo, un estilo de afrontar la realidad, con nuestra capacidad para auto-motivarnos, frenar nuestros impulsos y superar la frustración. De poco nos sirve un cerebro brillante y un elevado cociente intelectual si no entendemos de empatía, si no leemos emociones propias y ajenas, si somos extranjeros del propio corazón y apátridas de la conciencia social.

Nuestro sistema educativo forma a las personas dificultándoles afrontar la vida desde su propia esencia, desde su propia naturaleza personal, para alinearlas a una sola manera correcta de ser; tal vez de ahí el estrés infantil, de ahí la nostalgia, la rebeldía y la depresión juvenil. Pero esta educación estanca propia de la revolución industrial, debe adaptarse a un nuevo tipo de sociedad y, por ende, a un nuevo contexto en el mercado laboral, en el que ya no se reclaman trabajadores que actúen como ovejas de un mismo redil, sino un capital humano en el que invertir, con capacidad de trabajo en equipo, de resolución de problemas, creatividad, flexibilidad y espíritu crítico.

Todas estas nuevas capacidades están recogidas en la teoría de las inteligencias múltiples, por las que se antoja un imperativo trabajarlas en la escuela, equiparando su importancia a los tradicionales aspectos cognitivos, tales como la memoria y la capacidad lingüística y matemática:

INTELIGENCIAS

MULTIPLES

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